Lenguas del Imperio romano

Mosaico satírico de la primera mitad del siglo III encontrado en Tisdro (actual El Jem), en lo que era la África Proconsular, que recuerda una historieta, donde ni siquiera faltan los globos escritos en latín:3 [N]OS NUDI [F]IEMUS: Nos vamos a quedar desnudos BIBERE VENIMUS: A beber venimos IA[M] MULTU[M] LOQUIMINI: Ahora habláis mucho AVOCEMUR: Vamos a ser llamados NOS TRES TENEMUS: Tenemos tres (¿rondas?) SILENT[I]U DORMIANT TAURI "[1]

El latín y el griego fueron las principales lenguas en el Imperio Romano, pero hubo otros idiomas que también tuvieron relevancia a nivel local. La lengua materna de los antiguos romanos era el latín, que servía como "lengua de poder"[1]​ y era muy usada en todo el Imperio Romano,[2]​ en particular por los militares, por la administración y por los tribunales de Occidente.[3]​ Después de haber sido concedida la ciudadanía romana a todos los habitantes nacidos libres del imperio, en el 212 d. C., pasaron a ser muchos los ciudadanos romanos que no hablaban latín, aunque supuestamente debían tener un conocimiento al menos simbólico de esa lengua, la cual continuó siendo una marca de la "romanidad".[4]

El griego koiné se había convertido en una lengua franca en el Mediterráneo oriental y en Asia Menor como consecuencia de las conquistas de Alejandro Magno en el siglo IV a. C.[5][6]​ La frontera lingüística que dividía el occidente latino y el oriente griego pasaba por la península de los Balcanes.[7]​ Los romanos cultos, particularmente los de la élite gobernante, estudiaban griego y frecuentemente adquirían una gran fluidez en esa lengua, la cual era útil para las comunicaciones diplomáticas en Oriente, incluso más allá de las fronteras del imperio. El uso internacional del griego fue una de las condiciones que posibilitó la expansión del cristianismo, lo que es patente, por ejemplo, en la elección del griego como lengua en que se escribieron las epístolas de San Pablo y su uso en los concilios ecuménicos. Con la disolución del imperio en Occidente, el griego pasó a ser la lengua dominante del Imperio romano en Oriente, modernamente llamado por algunos historiadores como Imperio Bizantino.[6]

Debido a que la comunicación en las sociedades de la Antigüedad es predominantemente oral, es difícil determinar hasta qué punto las lenguas regionales o locales continuaron siendo habladas o usadas para otros propósitos bajo el dominio romano. Hay algunas menciones a otras lenguas en inscripciones y en textos griegos y romanos, así como en la necesidad de intérpretes. En lo que se refiere al púnico, al copto, al arameo o al siríaco, ha llegado a nuestros días una cantidad significativa de registros epigráficos y literarios.[8]​ Las lenguas celtas estaban extendidas por gran parte de Europa occidental y, a pesar de la oralidad de la cultura celta, motivo por el cual hay pocos registros escritos,[9]​ existen algunas inscripciones que, no siendo abundantes, tampoco son raras.[10]​ Las lenguas germánicas del imperio prácticamente no dejaron huellas epigráficas o textuales, a excepción del gótico.[11]​ La existencia de muchas lenguas contribuyó a la "triangulación cultural" por la que quien no fuera griego ni romano podía construir una identidad a través de procesos de romanización y helenización.[12]

Después de la descentralización del poder político en la Antigüedad tardía, el latín se desarrolló a nivel local en sus respectivas provincias y en diversos grupos hasta convertirse en las lenguas romances tales como el portugués, el español, el catalán, el francés, el italiano o el rumano, entre otros. A principios del siglo XXI, la primera o segunda lengua de más de mil millones de personas derivaba del latín.[13]​ El latín propiamente dicho permaneció como un medio de expresión internacional en la diplomacia y desarrollo intelectual, identificado con el humanismo del Renacimiento hasta el siglo XVII. Todavía es empleado en la actualidad en derecho y por la Iglesia Católica.

  1. a b Rochette, 2011, p. 560.
  2. Mullen, 2012, p. 28.
  3. Rochette, 2011, pp. 554, 556.
  4. Adams, 2003a, pp. 185-186, 205.
  5. Millar, 2006, p. 279.
  6. a b Treadgold, 1997, p. 5.
  7. Rochette, 2011, p. 553.
  8. Valantasis, 2000, p. 11.
  9. MacMullen, 1966, pp. 15-16.
  10. Eska, 2006, pp. 965-970.
  11. Janson, Damsgård Sørensen y Vincent, 2004, p. 87.
  12. Mullen, 2013, pp. 264-265.
  13. Clackson y Horrocks, 2011, p. 1.

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